10 mayo, 2007

Vuelo

El gran paso: mi pierna se había estirado para andar en seis o siete horas, una larga trocha hacia la nada, a un cuarto sin nombre, sin colores en la pared, sin puntos cardinales que empezaríamos a adornar, a habitar. Atravesé la puerta abierta de otra latitud, la que daba a incontables puertas grandes y pequeñas, abiertas y cerradas.

La última hora del viaje fue una clase de geografía, el relieve a mis pies, los libros de primaria, lo que pintan en los mapas, el desierto, si no estaba tan perdida. El mar mordiendo la tierra, las montañas levantadas defendiéndose de las inundaciones, la arena dejándose penetrar del agua como una amante enamorada del azul. Los valles reposados, rodeados de gigantes ansiosos de la caricia de las nubes. Y un pedazo de agua encerradito por guardianas verdes. Me recibió una cordillera amarilla de suaves arrugas.

Yo iba vestida de rosada soñadora, dispuesta a beberme lo que corre por venas transparentes que desde arriba entre veía e imaginaba.

La euforia, sin tiempo para escribir, los sentidos jugando solos, sin registro, fotos de alegría, memorias de lo que no se muestra. La película gravada en el corazón, la que todos vemos solos en el teatro que se abre cuando cerramos los ojos.

Puedo decir, aterricé, ¿aterrizamos? Forzoso, 30 metros menos de pista, un ambiente tan hostil como una soledad mal acompañada por el silencio de palabras mordidas en la respiración.

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